Mientras Tania de sólo 4 años se intenta divertir con un videojuego su padre le ordena bruscamente ¡Jira la palanca a la izquierda! ¡Jira! ¡Jira!, mientras que su madre llena de frustración, grita ¡A la izquierda! ¡A la izquierda!, enseguida el padre grita ¡Para! ¡Para!.
Tania, incapaz de complacer a su padre y a su madre, tensa la mandíbula y las lágrimas empiezan a nublarle la vista. Las lágrimas empiezan a rodar por las mejillas de Tania, y ni su padre ni su madre dan muestras de darse cuenta o de que eso les importe. Cuando Tania levanta la mano para secarse las lágrimas con su blusa, sus padres le gritan: ¡De acuerdo, sigue jugando!
En esos momentos, los niños concluyen que ni su padre ni su madre, ni nadie se preocupa por sus sentimientos. Momentos como este se repiten infinidad de veces a lo largo de la infancia, inculcan algunos de los mensajes emocionales más fundamentales de toda una vida: lecciones que pueden definir el curso de la misma. La vida en familia es nuestra primera escuela para el aprendizaje emocional; en esta caldera aprendemos cómo sentirnos con respecto a nosotros mismos y cómo los demás reaccionarán a nuestros sentimientos; a pensar sobre estos sentimientos y qué alternativas tenemos; a interpretar y expresar esperanzas y temores. Esta escuela emocional no sólo opera a través de las cosas que los padres dicen o hacen directamente a los niños, sino también en los modelos que ofrecen para enfrentarse a sus propios sentimientos y a los que se producen entre marido y mujer. Algunos padres son dotados maestros emocionales, otros son desastrosos.
Cientos de estudios muestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos, ya sea con una disciplina dura o empática, con indiferencia o cariño, etc., tiene consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional del hijo. Las formas en que una pareja lidia con los sentimientos recíprocos, además de sus tratos directos con el niño, imparten poderosas lecciones a los hijos, que son alumnos astutos y sintonizados con los intercambios emocionales más sutiles que se producen en la familia.
Tener padres emocionalmente inteligentes es, en sí mismo, un enorme beneficio para el niño y tal vez no exista una plena inteligencia emocional pero si existe algo más importante que eso, el tener la iniciativa de cultivar nuestra inteligencia emocional para poder aportar siempre cosas positivas.
Tania, incapaz de complacer a su padre y a su madre, tensa la mandíbula y las lágrimas empiezan a nublarle la vista. Las lágrimas empiezan a rodar por las mejillas de Tania, y ni su padre ni su madre dan muestras de darse cuenta o de que eso les importe. Cuando Tania levanta la mano para secarse las lágrimas con su blusa, sus padres le gritan: ¡De acuerdo, sigue jugando!
En esos momentos, los niños concluyen que ni su padre ni su madre, ni nadie se preocupa por sus sentimientos. Momentos como este se repiten infinidad de veces a lo largo de la infancia, inculcan algunos de los mensajes emocionales más fundamentales de toda una vida: lecciones que pueden definir el curso de la misma. La vida en familia es nuestra primera escuela para el aprendizaje emocional; en esta caldera aprendemos cómo sentirnos con respecto a nosotros mismos y cómo los demás reaccionarán a nuestros sentimientos; a pensar sobre estos sentimientos y qué alternativas tenemos; a interpretar y expresar esperanzas y temores. Esta escuela emocional no sólo opera a través de las cosas que los padres dicen o hacen directamente a los niños, sino también en los modelos que ofrecen para enfrentarse a sus propios sentimientos y a los que se producen entre marido y mujer. Algunos padres son dotados maestros emocionales, otros son desastrosos.
Cientos de estudios muestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos, ya sea con una disciplina dura o empática, con indiferencia o cariño, etc., tiene consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional del hijo. Las formas en que una pareja lidia con los sentimientos recíprocos, además de sus tratos directos con el niño, imparten poderosas lecciones a los hijos, que son alumnos astutos y sintonizados con los intercambios emocionales más sutiles que se producen en la familia.
Tener padres emocionalmente inteligentes es, en sí mismo, un enorme beneficio para el niño y tal vez no exista una plena inteligencia emocional pero si existe algo más importante que eso, el tener la iniciativa de cultivar nuestra inteligencia emocional para poder aportar siempre cosas positivas.
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